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13 jul 2011

EN BUSCA DE LA FILÓLOGA

 Pasaba los días de la cama al escritorio y del escritorio a la cama. Cada vez que se sentaba en aquella silla antigua, tapizada de rojo que crujía como el alarido de un álamo en una madrugada de lluvia,  se encendía un cigarrillo y veía por encima de la pantalla de su ordenar (mientras la intermitente barra del cursor se encendía y apagaba) los nombres de los autores y los títulos de esos libros que coleccionaba: En el camino-Keruac, Pregúntale al Polvo-John Fante, Derrama Whisky sobre tu amigo muerto-Raúl Núñez, Fragmentos de un cuaderno manchado de vino, El capitán salió a comer y los marineros atracaron el barco, Mujeres, Escritos de un viejo indecente, La senda del perdedor, Factotum, Pulp, Cartero, Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones, La máquina de follar, Lo que más me gusta es rascarme los sobacos, Se busca una mujer; todos estos últimos de Bukowski.
Intentaba comprender hasta qué punto vivieron todo lo que escribían.
Él no tenía una cultura literaria demasiado extensa, ni consideraba que supiese de literatura, pero sí se planteaba constantemente qué era necesario para ser un escritor. Apilaba el legado de esos autores “malditos” con la esperanza de que algún día, junto a esos féretros de papel y cartoné, pudiese colocar su propio libro. 
Había perdido el contacto con su poeta favorita y amor platónico Sua, una joven escritora de Alabama, pero confiaba que alguna vez llegase una notificación de la oficina de correos para recoger algún paquete inesperado y que en él  hubiese un ejemplar de la escritora para añadirlo a su estante.

Mientras tanto la hoja seguía en blanco, el cigarro se iba consumiendo y la barra vertical continuaba palpitando. De vez en cuando, en un alarde de gallardía escribía escuetos “versos”

Marchito de pena
como la muerte al suspirar
suplicando vida y clemencia.
Mi piel y mis huesos
son escarcha,
despojos
de la tormenta helada
que no amaina desde que marchaste.

pero siempre terminaba borrándolos.
La espesa nube de humo de la habitación lo abrigaba. Siempre escribía con la puerta y las ventanas cerradas, le encantaba esa antiquísima ventana carcomida que rechinaba con el azote de la más leve brisa; quedaba a su izquierda y le permitía ver un pequeño trozo de mar tras los cristales.

Las golondrinas
enmudecen y sus vuelos son ahora
imperfectos,
la mitad de ellas ya han muerto
pues como yo
no tienen cerca a su alma gemela.
Se manifiestan
contra el tiempo y la distancia,
que hace de este amor
el reflejo de la lírica de Cioran.

Las colillas del cenicero improvisado parecían un batallón de soldados decapitados.
Había suplantado la comida por los cigarrillos para engañar al estómago.

En mis adentros
un esqueleto
ha dado un golpe de estado,
se ha posicionado
como estandarte de un futuro cercano.
El cáncer es un vestigio
que asoma con sus garras de marfil
sobre el punto más álgido de mi cuerpo.

Estaba enamorado de una filóloga que se encargaba de corregirles las innumerables faltas de ortografía y que según parecía apreciaba sus poemas más que él mismo. Ella junto a Lars, un gran novelista, conseguían poco a poco que Nash creyese un poco en sí mismo.

Lars era un hombre introvertido, con voz rotunda y solemne capaz de tranquilizar a una jauría de lobos en luna llena. Lo conoció al igual que a Sua trabajando juntos en un proyecto literario.
Lars consiguió su propósito después de cursar una beca para jóvenes talentos y estaba a punto de terminar su primer manuscrito. Pronto publicaría y Nash espera impaciente su visita a Tennessee.

Amarte es caer en la tentación
de seguir vivo,
de sufrir para levantarse,
de retar al infinito
par combatir la mortalidad.

Sonaba Shine on You Crazy Diamond  y entre  lágrimas Nash intentaba terminar un verso decente pero no había forma…